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jueves, 10 de diciembre de 2015

Hambre y saciedad (3ª parte): recuperando la recompensa de comer

"Comer basura no es una recompensa, es un castigo"
Drew Carey

Concluíamos la entrada anterior con una particular reflexión: la clave (de una alimentación saludable) no sería tanto "ponerse a dieta" sino aprender a comer mejor. Parafraseando esa cita que tanto se comparte por redes sociales últimamente, no se trata de iniciar una dieta que concluirá algún día, sino de adoptar un estilo de vida que durará para siempre.

La alimentación saludable es una garantía de calidad de vida. El papel de la nutrición en la salud y en la enfermedad es indudable, y cada día más personas se dan cuenta de que podrían o deberían comer mejor si quieren tener una buena vida. Sin embargo, aunque la intención es el primer paso para realizar el cambio hacia una mejor forma de comer, porqué la gente elige comer de una determinada forma o dejar de comer ciertos alimentos, y qué es lo que necesita una persona para conseguir lograr unos objetivos determinados mediante un ajuste en su alimentación es un tema extenso y complejo en el que juegan un papel protagonista los mecanismos de regulación del hambre y la saciedad.

En la entrada de hoy nos centraremos en dos claves de las que depende el éxito o el fracaso de toda estrategia nutricional, la fuerza de voluntad y la recompensa, entenderemos porqué los alimentos nos provocan estímulos placenteros y cómo podemos controlar e incluso modificar dichas sensaciones para redigirir nuestros gustos hacia una alimentación más saludable de modo que abandonemos la idea de “ponernos a dieta” y las sustituyamos por la de “aprender a comer mejor”.

También puedes consultar otras entradas de esta serie:



El papel de la fuerza de voluntad en las dietas actuales

- La restricción calórica como estrategia de pérdida de peso

Comer menos para perder peso, ¿es causa o solución del problema? Parece claro (o tal vez no) que para perder peso hay que reducir la ingesta calórica. Bajo este precepto se organiza la inmensa mayoría de dietas para adelgazar (y, por extensión, para mejorar el estado de salud), por lo que el éxito de la dieta acaba recayendo exclusivamente en cuánto sea la persona capaz de restringirse para poder comer tan solo aquellos alimentos pautados y en la cantidad indicada, esto es, su fuerza de voluntad.

La reducción del número o la cantidad de las comidas puede ser una estrategia útil a corto plazo, sobre todo cuando se trata de perder peso, pero una restricción prolongada o una dieta excesivamente estricta pueden ir en detrimento ya no solo de la pérdida de peso sino también de la salud de la persona, al comprometer la adhesión a la dieta. No hay duda de que una situación de gran y continua disponibilidad de alimentos que induzca a la hiperfagia como ocurre actualmente no parece ser lo más natural para nuestra alimentación, pero hablar de escasez y restricción tampoco parece lógico en nuestros días cuando sufrimos un bombardeo constante de publicidad sobre comida (principalmente la menos saludable) y en todos los lugares, desde nuestro centro de trabajo hasta un hospital pasando, como no podía ser de otra manera, por el supermercado, alimentos de dudosa calidad son fácilmente accesibles.


Máquina expendedora en el Hospital Universitario Santa Lucía de Cartagena (Murcia)

No pocos estudios muestran que “ponerse a dieta” tal y como la inmensa mayoría de personas (y, por desgracia, también de profesionales de la salud) entiende no siempre cumple con las expectativas; sensación de insatisfacción ante el no cumplimiento de metas, dificultad para seguir correctamente el plan pautado, repercusiones físicas y psicológicas negativas y, por supuesto, el eternamente temido efecto rebote, son algunos de los principales problemas de las personas que se enfrentan a una dieta para la pérdida de peso. 

- El papel de la fuerza de voluntad en la adhesión, seguimiento y éxito de una dieta

Si una dieta se basa en la restricción de cantidades de comida o alimentos determinados, la adhesión, el seguimiento y los resultados de esa dieta dependerán exclusivamente de la capacidad que tenga el paciente para contener sus deseos de comer en exceso o ingerir los alimentos que se han prohibido, esto es, de su fuerza de voluntad. La fuerza de voluntad vendría a ser la capacidad o esfuerzo que podemos desarrollar para hacer algo que no queremos hacer o, en el peor de los casos, que percibimos como negativo y nos causa molestia; o bien, en el sentido contrario, dejar de hacer algo que nos causa placer.


La fuerza de voluntad es un estímulo nervioso que nace en la corteza prefrontal, la zona del cerebro encargada de las llamadas funciones ejecutivas como modular nuestras emociones, aceptar normas o encontrar soluciones razonadas a un conflicto. Es, por tanto, un estímulo neurológico concreto que tiene un sustrato físico definido e involucra estructuras conocidas, y no un constructo abstracto. Una zona concreta de la corteza prefrontal, el área dorsolateral, es crítica en los mecanismos de inhibición de ciertas conductas y comportamientos, de hecho, en aquellos sujetos que siguen éxitosamente una dieta para perder peso la corteza prefrontal dorsolateral registra una mayor activación.


La gran mayoría de las dietas requieren una gran fuerza de voluntad ya que implican dejar de comer alimentos que deseamos, en ocasiones de forma brusca y muchas veces sin que se llegue a entender el porqué se retiran dichos alimentos; este último punto es importante para el nutricionista que pauta una determinada dieta, ya que es imprescindible que el paciente comprenda los fundamentos de la misma. Como es evidente, si la adhesión se basa únicamente en un potente estímulo en nuestra corteza prefrontal, el circuito de hambre-saciedad (que tenía su centro en hipotálamo) no actúa en ningún momento, no estamos modificando saciedad o satisfacción, ni considerando el apetito o el gusto, de modo que la dieta será tan efectiva como potente sea la fuerza de voluntad del paciente para mantener la restricción calórica y el éxito de la misma dependerá únicamente de la corteza prefrontal, habiéndose descrito distintos patrones en individuos delgados e individuos con sobrepeso, los cuales experimentan una menor activación de éste área concreta de la corteza en periodos posprandiales y requieren un mayor estímulo para contrarrestar el impacto hedónico de la comida y detener el consumo.

- ¿Por qué fracasan las dietas actuales?

La mayoría de dietas actuales fracasa porque se basa en la restricción calórica la cual sencillamente depende de la fuerza de voluntad. Es una realidad incuestionable que la fuerza de voluntad acabará claudicando antes o después, y la dieta no podrá mantenerse más allá del punto en que nuestros deseos sobrepasen nuestra voluntad de evitar comida poco saludable, en exceso o simplemente aquella que nos ha sido restringida, con lo que acabaremos comiendo a pesar de todo, y en la mayoría de ocasiones esta ingesta descontrolada no será a base de alimentos sanos. 


La fuerza de voluntad es un mecanismo tan potente que para llevarse a cabo consume energía y tiene relación con el ambiente hormonal; se ha visto que los actos de auto-control generan disminución de los niveles de glucosa en sangre y por tanto un ambiente de problemas en el control de las glucemias (resistencia a la insulina) hace más complicado lleva a buen puerto la dieta. 

Pero la insulina no es la única hormona afectada en una dieta hipocalórica, y es que la restricción calórica mantenida provoca un aumento de cortisol, la famosa (aunque en el fondo gran desconocida) “hormona del estrés”. Entre otros muchos efectos, el cortisol altera el ritmo biológico del sueño, provoca cambios de humor, potencia el apetito y facilita la ganancia de peso. Por eso, algunas personas, durante épocas de estrés, comen más y ganan más peso. Dado que la restricción calórica provoca estrés, y el estrés puede llevarnos a comer más y comer peor, el éxito de una dieta bien podría depender de minimizar el papel de la fuerza de voluntad, lo que lleva directamente a evitar la restricción calórica. 

La importancia de la recompensa de comer

- La recompensa de la saciedad desde una perspectiva evolutiva

Recurrir a la visión evolutiva de la nutrición puede resultar útil para entender cómo funcionan (o, mejor dicho, como empezaron funcionando) los ritmos normales de hambre, alimentación y saciedad. Resulta lógico pensar que el circuito de hambre-saciedad se desarrollara en un ambiente mucho menos rico en alimentos del que tenemos hoy en día, donde la disponibilidad de algunos nutrientes era estacional y la posibilidad de conseguir una comida en abundancia dependía de una búsqueda de alimentos que no siempre resultaba fructífera. Así, un correcto funcionamiento de este circuito era imprescindible para el mantenimiento del balance energético, ya que un apetito continuo o frecuente (tan típico en nuestros días) hubiera constituido una situación altamente disfuncional en un escenario donde la comida no era precisamente abundante.


Para el cerebro del Homo sapiens primitivo el consumo de alimento o bebida era una situación altamente placentera y constituía una motivación básica para funcionar en su día a día. Conseguir comida o agua en un escenario hasta cierto punto precario era una tarea costosa, pero llevarla a cabo con éxito aportaba una sensación de placer y recompensa que suponía motivación suficiente para intentar repetirla al día siguiente.

Hoy en día conseguir comida es una tarea realmente sencilla, y satisfacer el hambre con los nutrientes que es tan fácil conseguir ha dejado de constituir una auténtica recompensa. En este escenario el hambre ha fijado otros objetivos, decantándose por alimentos con alta proporción de azúcares refinados y aditivos químicos, o dejándose guiar por estímulos sociales (con el importante papel de la publicidad) y psicológicos, con un alto componente hedónico y mucho más potentes que el impulso ancestral de comer para sobrevivir, hoy "apagado" en la sociedad la abundancia y la seguridad.

Comer en exceso o con demasiada frecuencia constituye un daño para la regulación del circuito de hambre-saciedad, pues nuestro cerebro, inundado por toda clase de opciones, ha perdido la capacidad de sentir satisfacción por los alimentos naturales y saludables, los que realmente necesitamos.

Uno de los estímulos de hambre-saciedad más antiguos descritos es el gusto por la sal (o más concretamente por el sodio), que puede darse en cualquier situación de hiponatremia (baja concentración de sodio en sangre) como una deshidratación o enfermedades del eje hipotálamo-hipofisario-suprarrenal que afecten a la producción de mineralcorticoides. Los circuitos que controlan el gusto por la sal están presentes en animales del género Metatheria, ancestros de los actuales marsupiales, hace más de 100 millones de años, y son el producto de millones de años de selección natural, durante los cuales aquellos animales que no poseían los gustos adecuados por la sal se extinguieron y fueron “sustituidos” por otros que sí los poseían. Hoy en día no solo es sencillo conseguir sal, sino que añadirla a las comidas en tan habitual que apenas aporta ninguna sensación de recompensa.

- Estructura y funcionamiento del sistema de la recompensa

Los circuitos neuronales relacionados con la sensación de recompensa (lo que muchos han denominado el sistema o circuito de la recompensa) son estructuras subcorticales que incluyen vías dopaminérgicas y están implicados en todas nuestras motivaciones (no solo en las negativas o conductas adictivas). Algunos de los principales componentes de este sistema son la amígdala, el núcleo accumbens (o acuminado), el área tegmental ventral, el cerebelo y la hipófisis; estos y otros elementos establecen distintas conexiones entre sí y con otras áreas del cerebro, entre las que destaca la vía mesolímbica, que pone en contacto el área tegmental ventral y el núcleo accumbens, y que es la vía más importante en los fenómenos de adicción.

Para la mayoría de personas, una recompensa es algo deseado por producir una experiencia placentera. Cada vez que experimentamos placer por hacer algo que nos gusta (o dejar de hacer algo que no nos gusta) se activan determinadas vías neuronales para incentivar las conductas placenteras, reforzarlas y motivar futuras repeticiones de las mismas. Las recompensas no son en sí mismas negativas ni positivas, el gusto por la comida, el agua o el sexo obedece a una motivación ancestral cuyo único objetivo es asegurar la supervivencia y perpetuación de la especie mediante la alimentación y la reproducción.

- Papel del circuito de la recompensa en la alimentación

Las sensaciones placenteras que experimentamos al comer no existen para hacernos engordar o enfermar, sino para mantenernos vivos. Comer no tendría sentido si no pudiéramos experimentar ninguna sensación positiva asociada al acto de alimentarnos, por eso el cerebro cuenta con vías que potencian el impacto hedónico de una comida y nos permiten sentir un placer por el hecho de comer que va más allá del simple cumplimiento de nuestras necesidades nutricionales. La interacción entre el circuito de la recompensa y los ritmos de hambre-saciedad es compleja, y las estructuras relacionadas con la recompensa experimentan diversos cambios antes y después de la alimentación. La amígdala basolateral es capaz de anticipar las sensaciones placenteras que tendremos al comer y, junto con ciertas regiones de la corteza frontal, permite controlar las conductas alimentarias, guiándonos a la hora de seleccionar un determinado alimento o haciendo que la deprivación de comida potencie la respuesta hedónica asociada a la ingesta de la misma. Por otro lado, una sensación placentera que nos induzca a comer se extingue cuando se ha ingerido cierta cantidad del alimento deseado fruto de la activación de otras áreas de la corteza prefrontal.

Sin embargo, si los ritmos de hambre-saciedad estuvieran controlados únicamente en función de las necesidades energéticas la mayoría de las personas estaría en un peso cercano al ideal, lo cual no  ocurre y, de hecho, observamos como con el paso de los años crecen los índices de sobrepeso y obesidad de la población. Llegados a este punto cabe preguntarnos hasta dónde el papel de la recompensa es adecuado para incentivar la ingesta y si existen límites al placer que experimentamos por comer. La respuesta es una clara y rotunda negativa. En los años 50 Milner y Olds, los primeros que hablaron de un centro cerebral del placer, descubrieron que aquellas ratas en las que se colocaba un electrodo situado en el núcleo accumbens que ellas mismas podían activar a voluntad preferían este particular "placer autoadministrado" a comer y beber, llegando a morir de hambre.


En los pacientes con síndrome de Prader-Willi  (enfermedad genética caracterizada por retraso motor, discapacidad intelectual y alteraciones de varias hormonas del eje hipotálamo-hipofisario) se produce una hipofunción de patrones inhibitorios corticales y un exceso de activación de áreas subcorticales que deriva en una sensación excesiva de hambre, una búsqueda incesante de alimento y una ingesta compulsiva que lleva a un inevitable aumento de peso, el cual en muchas ocasiones alcanza rangos de obesidad mórbida, Los niveles de grelina (hormona orexigénica) son hasta cuatro veces superiores en pacientes de Prader-Willi en ayunas comparados con sujetos en normopeso; la amígdala y el hipotálamo poseen receptores de esta hormona, lo que puede explicar la disregulación exagerada de los ritmos de hambre-saciedad en estos individuos.

La obesidad en la población general es hasta cierto punto comparable a la situación del síndrome de Prader-Willi. La hiperactivación de las vías dopaminérgicas subcorticales del circuito de la recompensa en respuesta a estímulos alimentarios, las señales excesivas de hambre y deficientes de saciedad, y la influencia de las emociones en los procesos memorísticos relacionados con la comida que se ven en aquellos sujetos con un mayor peso corporal y peores hábitos alimenticios permite hablar de una predominancia de los estímulos hedónicos o de recompensa sobre las señales de saciedad como factor que explica la conducta de hiperfagia de algunas personas y su mayor tendencia a comer en cantidades excesivas y de forma menos saludable. Hasta un cierto punto, comer en exceso remeda los patrones neuronales de la adicción y el abuso de sustancias, de hecho, el comportamiento del sistema de la recompensa sigue un modelo de dependencia a la comida como si de cualquier otra sustancia de abuso se tratara. La disfunción de los circuitos empleados en la regulación de la recompensa así como en la toma consciente de decisiones sobre la ingesta juega un papel importante en la obesidad.


Conforme avanzamos en la comprensión de los mecanismos de hambre y saciedad vemos con mayor claridad que la auténtica regulación de estos reside en una compleja relación entre procesos hormonales y cognitivos, y que solo mediante el equilibrio de ambos aspectos se puede lograr el desarrollo de hábitos de alimentación saludable.

El aprendizaje como modulador de la saciedad y su recompensa

Cuando hablamos de comida, recompensa puede hacernos pensar particularmente en el apetito o hambre incentivada (aquel componente del hambre que denominábamos “querer”), si ben, la recompensa se relaciona también con el otro componente del hambre, el gusto; y a su vez ambos pueden modificarse por lo que podríamos denominar como tercer componente del hambre, la experiencia o el aprendizaje. Aunque los mecanismos específicos que relacionan los comportamientos alimentarios con los procesos de aprendizaje y memoria no están plenamente caracterizados, se sabe que el hipocampo y otras estructuras cerebrales están relacionados con estas funciones.

- Aprender a comer bien desde pequeños

La recompensa no se limita a la comida y a la sensación placentera que experimentamos a partir de su consumo, sino que se relaciona con toda una serie de factores sociales como el contexto en el que vamos a consumir un determinado alimento y que nos hace desearlo más allá del simple hecho de percibir su sabor. Por ejemplo, si un niño se acostumbra a consumir pizza en las fiestas de cumpleaños de sus amigos deseará la pizza no solo porque le gusta su sabor sino porque se siente bien en el contexto de la fiesta (al estar jugando con sus amigos y no haciendo los deberes u ordenando su habitación).

Como comentamos en la entrada anterior nos gustan determinadas comidas por nuestro contexto personal, la forma en la que hemos aprendido a relacionarnos con ellas y lo que sentimos cuando las consumimos, pero todo esto puede ser modificado a largo plazo, es decir, el gusto no es un constructo estático. La amígdala basolateral y el hipotálamo lateral son esenciales en el gusto aprendido por la comida y permiten sobrepasar las señales de saciedad, induciendo a seguir comiendo aún cuando ya estamos saciados, de ahí la importancia de tener en cuenta la educación nutricional desde edades tempranas, para intentar dirigir los gustos de los más pequeños hacia alimentos saludables, y evitar conductas tan típicas como comprar dulces o golosinas como premio por portarse bien o sacar buenas notas en el colegio.

Nadie nace con un gusto concreto por un pastelito de chocolate con glaseado y almendras tostadas por encima, de hecho, nadie nace sabiendo siquiera cuál es el sabor del chocolate o las almendras, sino que lo aprende con el tiempo y en circunstancias concretas. Seguro que si el niño al que le gusta la pizza que antes poníamos de ejemplo sufriera un accidente y tuviera que pasar un tiempo ingresado en un hospital donde le sirvieran pizza para comer, antes o después dejaría de ver esa pizza con los mismos ojos. Otro ejemplo más claro, y que muchos habremos experimentado, es el de las verduras; la inmensa mayoría de niños rechaza alguna verdura y es imposible para sus padres hacer que se la coma, pero cuando se hace mayor llega a tolerarla e incluso a gustarle (yo odiaba la coliflor de pequeño y ahora la consumo hasta con cierto gusto; llamadme loco, pero es verdad). El gusto, por tanto, puede modificarse tanto activa como pasivamente, fruto de las influencias externas personales, culturales y sociales, del aprendizaje, del impacto hedónico de la comida, y de las sensaciones de saciedad y satisfacción que experimentamos al comer. 

Además, el hambre también se vale de la memoria para incentivar la ingesta. Sujetos en estado de ayuno o infra-alimentación presentan una mayor facilidad para reconocer y recordar estímulos asociados a una comida (imágenes, aromas, sabores) que sujetos saciados. Si recordar un determinado plato se asocia con una mayor sensación de placer (esos dulces que solo nuestra abuela sabe cocinar) cuando tengamos hambre tendremos más ganas de comer dicho plato en lugar de cualquier otro. 

- La adicción a la comida en los adultos

Hemos visto que el circuito de la recompensa está regido el principio fundamental de supervivencia: aquellas conductas que aseguran la supervivencia del individuo (bebida y comida) o de la especie (sexo) son incentivadas y reforzadas por medio de una sensación placentera (recompensa). Sin embargo, estos estímulos ancestrales apenas tienen el peso de un grano de arena en comparación con la gran montaña de estímulos actuales en forma de sustancias y actividades, que saturan nuestro sistema de la recompensa e impiden fijar nuestra atención en los estímulos básicos. Resulta fácil entender que cuando la mayor dificultad para conseguir comida o bebida es caminar desde el salón a la cocina, la recompensa por tan mínimo esfuerzo es pequeña. El hambre o la sed no resultan señales de alarma, ya que ante el menor resquicio de ellas tenemos la certeza de que será sencillo saciarlas, de modo que para conseguir placer hemos de recurrir a otros estímulos cuyo incentivo será mucho mayor. Así, por ejemplo la señal de recompensa mediada por dopamina en el núcleo accumbens que producen ciertos alimentos como el azúcar es similar a la de drogas como la cocaína y muy superior a la de otros alimentos, por lo que su consumo llega a generar una auténtica adicción. La adicción a la comida genera cambios en la bioquímica de nuestro cerebro que nos llevan a desarrollar una relación particular con ciertos alimentos y a adoptar patrones de consumo que poco o nada tienen que ver con esas conductas alimentarias de las que dependió la supervivencia de nuestros ancestros. 

En la actualidad, comer porque de verdad tenemos hambre ha sido sustituido por conductas del tipo “comer cada tres horas” y los picoteos de "snacks saludables” de forma continuada nos impiden llegar a la mesa en una situación de hambre real que deba ser plenamente saciada con una comida nutritiva. Consideramos casi imposible realizar un desayuno completo que incluya huevos u otras fuentes de proteína, vegetales o lácteos enteros que nos alimenten y nos sacien hasta la hora de la comida, y en cambio vemos normal empezar el día con un café con leche desnatada y una tostadita de pan, para volver a comer dos o tres horas después algún tentempié que suele ser poco o nada nutritivo y que suele incluir alguno de los miembros de ese “selecto grupo” de alimentos con mayor poder adictivo ricos en carbohidratos, como las harinas. 


Hemos desarrollado como costumbre un bucle de comer muchas veces pocas cantidades sin hambre real, muchas veces regidos por el reloj. Primero nos tomamos un par de galletas, luego un café, unas patatas en el aperitivo, y hemos perdido la recompensa que significa comer con hambre real, un hambre de platos nutricionalmente completos que sacien nuestros requerimientos nutricionales. De hecho una mala dieta, rica en azúcares simples cuyo consumo ocasione frecuentes picos hiperglucemia reduce la concentración de receptores D2 (los principales receptores de dopamina), reduciendo por tanto la sensación de recompensa ante estímulos placenteros, lo que nos induce a buscar recompensas más intensas y frecuentes. En un cerebro sano, todas las conductas son sometidas al examen de la corteza prefontral, que sopesa las distintas opciones y consecuencias de un acto, y nunca va a permitir el desarrollo de acciones que tengan consecuencias negativas a largo plazo (como las conductas adictivas), pero una corteza prefrontal debilitada da rienda suelta al sistema límbico que buscará el camino fácil y rápido para conseguir placer. 

La adicción a la comida es una realidad. Los síntomas de esta adicción no son nada extravagante y a muchos lectores les sonarán a conductas comunes que todos desarrollamos o hemos desarrollado alguna vez en relación a ciertos alimentos, ya que éstas reflejan en muchos casos una relación con la comida que socialmente se considera normal como sentir la necesidad específica de comer un alimento determinado incluso a pesar de haber realizado una comida completa y nutritiva ("¿no dicen que siempre hay sitio para el postre?") o hacerlo en mayor cantidad de la adecuada. De hecho, mucha gente va más allá y se da cuenta de que come más de lo aconsejado ciertas comidas que no son todo lo saludables que cabría esperar, llegando a sentirse culpable pero justificando este patrón de consumo ("un día es un día"). No son pocos los que acaban percatándose de que su peso u otros aspectos de salud empeoran, pero les cuesta relacionar esto con la comida y ponen excusas para evitar ceñirse a recomendaciones de alimentación saludable ("si hiciéramos caso a los médicos y nutricionistas no podríamos comer de nada").

La verdad es que la comida no es (y probablemente nunca será) vista como una droga por la sociedad, que ignora sistemáticamente ciertos consejos de promoción de hábitos de vida saludable o elige qué creer y qué no en función de su gustos personales. Pero el problema no son las consecuencias de una mala alimentación pueda tener en nuestra salud (lo cual puede aprender cualquier persona preguntando a su médico o leyendo un libro), sino que ciertas personas que necesitan y desean cambiar sus hábitos se encuentran limitados porque las modificaciones en los mecanismos de recompensa del cerebro complican en gran medida la adopción de nuevos hábitos alimentarios y la restauración de su salud. 

Hemos dicho que, tal y como ocurre las drogas de abuso, el consumo adictivo de comida actúa en las mismas áreas cerebrales, sin embargo, dado que la ingesta de alimentos también está regulada por el circuito de hambre-saciedad que cuenta con un gran número de señales periféricas las cuales también pueden estar alteradas, la comprensión de un modelo de adicción a la comida resulta mucho más complejo. Aunque un hambre excesiva se manifieste a través del circuito de la recompensa, por ejemplo, deseando comer una gran cantidad de comida o ese dulce que tanto nos gusta, la causa de ese hambre puede tener detrás una gran cantidad de desórdenes metabólicos, digestivos, psicológicos. Por tanto, la actitud ante este fenómeno debe ser una mirada amplia hacia el complejo escenario del hambre y la saciedad, considerando todos y cada uno de sus actores. Es necesario estudiar la función de diversas hormonas, revisar la dieta actual y sobre todo aportar consejo y formación nutricional para hacer entender las bases de una alimentación nutritiva, equilibrada y saludable, así como aportar apoyo y soporte emocional en ese camino hacia una mejor forma de comer, donde se recupere la auténtica recompensa de la comida sana.




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